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martes, 17 de enero de 2012

Cuento corto, tema: "paranormal"

Viví mi muerte
En un microbús con ruta de Cobán a la capital, viajábamos “como sardinas en lata", porque iba más gente de lo que el reglamento permite a este transporte. “Debí venirme en otro bus”, pensé. Me tenía nervioso la forma como manejaba el chofer. Sin precaución, rebasaba vehículos en curva, confiando únicamente en su suerte y en la del ayudante, que por la ventanilla sacaba la mano haciendo señas a conductores de otros vehículos. El bus se ladeaba peligrosamente en las curvas. Los frenazos eran bruscos, y así mismo, los acelerones.
En fin… el viaje, más que eso, estaba siendo un verdadero martirio para mí.  De los demás pasajeros no puedo opinar; algunos hasta dormían.  A las seis de la mañana llegamos a El Rancho y allí nos detuvimos unos minutos, ocasión que aprovecharon algunos pasajeros para comprar tortillas con chicharrón, pollo, pacayas o huevo. Vi estacionado un bus del oriente, y tuve intención de cambiar de transporte, sin embargo, nuestro microbús arrancó en ese instante, y continuamos el viaje. Ya cerca de Guatemala, en una recta, el piloto quiso rebasar a otro vehículo, pero no se percató del tráiler que venía en sentido contrario; se descontroló y nos estrellamos contra un árbol en la orilla izquierda de la cinta asfáltica.  El accidente fue tan repentino que nadie gritó, o por lo menos yo no lo escuché.  Recuerdo haber visto una nube oscura venir por el horizonte, como un gran tornado, y poco a poco me envolvió su oscuridad.
De los demás no tengo memoria, era como si no estuvieran ahí y, recordando mejor, como que ni yo tampoco.  Creo que me desmayé.  Recobré la conciencia en la emergencia de un hospital de la ciudad capital, recostado en una camilla; pero no tenía dolor, al contrario, me sentía mucho mejor que en cualquier momento de mi vida. No tenía el dolor de rodilla que me afectaba desde hacía tres años. Tampoco sentía el dolor de espalda que, como consecuencia de venir mal sentado en el bus, me había afectado en el viaje.  Me levanté de la camilla; nadie me dijo nada; salí del hospital y llegué a una parada de buses urbanos. Abordé uno y me dejé llevar, sin saber exactamente adonde ir.  Entramos en la Zona Viva.  Era medio día, tenía hambre y miré un restaurante argentino. Se me hizo agua la boca, al pensar en un churrasco de puyazo, con ensalada de lechuga crujiente, aderezo de limón, aceite de oliva y vinagre, salpicada con pimienta y sal.  Algunas personas se bajaron; yo también bajé y entré en el restaurante.  Un mesero me condujo hasta una mesa, en el área de “no fumar”, me dio la carta y, sin leerla, le dije:
        –Por favor, tráigame un churrasco de puyazo y una copa de vino Cabernet Sauvignon.
        –¿Qué término quiere la carne?
        –Tres cuartos, por favor.  Rosado suave, no roja –le respondí.
        Otro mesero trajo un pichel con agua y hielo y, un momento después, el mesero que me  atendía, regresó con una botella de vino, vertió una pequeña cantidad en una copa y me pidió que saboreara el vino y diera mi visto bueno.
        –Excelente –di mi aprobación.
        Me llenó la copa y se retiró. Paladeaba yo el vino, cuando el mismo mesero regresó con mi plato. Comí tranquilo, sin prisas, viendo y oyendo a los otros comensales, quienes alegremente platicaban de distintas cosas: trabajo, carros, familia, novias, etcétera.  Podía darme cuenta de todo lo que pasaba y se hablaba a mi  alrededor.
        Cuando terminaba de almorzar, el mesero regresó para preguntarme si quería postre o algo más.
        –No gracias. Sólo la cuenta.
        Al momento regresó trayendo un azafatito negro, con una cartera de cuero, o imitación; un lapicero, la cuenta y dos confites de menta.
        Pagué con mi tarjeta de débito, agregando una propina.  Salí del establecimiento. Caminé sin rumbo durante un tiempo; vi una heladería.  Miré en la vitrina el dibujo de una Banana Split, y se me antojó.  Entré y saboreé una.  Miré el reloj de la heladería, rosado fresa, estaba marcando las cuatro y quince de la tarde.  Salí y tomé otro bus que paró en la esquina para recoger a una joven pareja, la señora llevaba un bebito en sus brazos.  Busqué un asiento en la parte trasera del bus, quizá porque no sabía a dónde iba, ni a dónde quería ir.  El bus circuló por la calzada Roosevelt, y después de varias paradas, nos detuvimos en lo que parecía ser el final de su recorrido.  Bajé y caminé detrás de unas personas vestidas de negro, algunas, cuidadosamente, llevaban consigo arreglos florales.  Llegamos a un cementerio privado; pensé así, porque no había tumbas sobre la tierra, solamente cruces blancas y lápidas en la verde grama, recortada con esmero. 
        Me separé de las personas de negro y fui hasta la orilla de un bosque, al final del cementerio.  Algo extraño me sucedía.  Por veinte años había padecido de los oídos, y siempre escuchaba un ruido parecido al canto de miles de grillos; pero esta ocasión sólo me acompañaba un absoluto silencio.
        De pronto escuché el trino de un cenzontle, claro y diáfano, como jamás antes había escuchado el canto de uno. Seguí la dirección del trino y vi un arbusto de arrayán, inmenso, que más parecía un árbol. Estaba lleno de fruta, y divisé al cenzontle, cantando con su pico hacia el cielo.  "¡Debe estar dando gracias a Dios por la belleza que lo rodea!”, me dije.
        La penumbra de la noche empezaba a envolver el paraje.  Las cruces no se veían blancas como cuando llegué; estaban púrpura y proyectaban sombras alargadas que se entrelazaban como tejiendo un gigantesco petate.
Regresé a la terminal de buses, y había uno listo para salir. Varias personas también regresaban después de haber llevado flores a sus seres queridos fallecidos. Algunos venían cabizbajos, tristes y melancólicos. Quizá eran aquellos que acababan de perder algún familiar o amigo, y la conformidad aún no había llegado a sus almas.
        El bus urbano paró cerca de un hotel de cinco estrellas.  Yo me sentía limpio de cuerpo y ropa.  Había caminado bajo el sol en un día caluroso, estaba consciente de eso, porque observé gente protegerse de los rayos del sol con sombrillas, mientras yo me mantenía fresco y descansado.  Sin embargo, ahora deseé darme un baño de tina.  Bajé del bus y me dirigí a la recepción del hotel.  Después de registrarme, uno de los botones me preguntó si tenía equipaje, le dije que no, y me guió a la habitación número 603.  Mientras subíamos por el ascensor contemplaba la parte baja del hotel, en donde la muchedumbre caminaba para todos lados; muchas flores y diferentes plantas ornamentales alegraban los alrededores. Llegamos al sexto piso, y luego a la habitación; el botones abrió por mí la puerta.  Era amplia y lujosa; lo que yo esperaba para darme un baño de burbujas, pasar la noche tranquilamente y, el día siguiente, regresar al pueblo.  Ya no cometería el error de viajar en microbús.  No, me iría en un bus grande, de primera clase, con aire acondicionado y televisión.  Así pensé, aunque no necesitaba aire acondicionado, porque extrañamente me sentía fresco y liviano.
        Eché un frasquito entero de jabón de burbujas en la tina.  Comprobé la temperatura y me metí en el agua.  ¡Qué sensación de satisfacción más extraordinaria! Me sentí mucho más relajado de lo que estaba.  Creo que me dormí, porque cuando salí del agua, ésta estaba casi fría y el ruido de los vehículos era mucho menor.  Dormí “a pierna suelta”, y al día siguiente, a media mañana, consumí un frugal desayuno, “chequeé salida” en la recepción del hotel, y tomé un taxi que me llevó a la estación de buses, para regresar a mi pueblo.
        El viaje estuvo tranquilo; ya ni siquiera vi la película Rocky II que pasaron. Llegamos al pueblo y me bajé en una esquina, a dos cuadras de mi casa. Unas personas que venían en el bus también se bajaron y caminamos en el mismo rumbo. No las reconocí, iba detrás de ellas, pero vi que se paraban frente a mi casa.  El zaguán estaba abierto y entraron.  En la calle estaban estacionados muchos carros. Había una moña negra pegada en la pared.  “¿Qué pasaría?”, me pregunté, pero no me asusté. Cosa rara, porque lógicamente tenía que haber un muerto.  Entré y vi a mis hermanos, hermanas, sobrinos, mis hijos y por último a mi mujer. Estaban tristes, y muchos amigos les daban el pésame.  “¿Quién se moriría?” Quería saber la respuesta.
        Entré en una habitación y vi un féretro de caoba y cuatro grandes cirios.  Algunas personas entraban y veían al difunto a través de la ventanilla del ataúd, se persignaban y salían; otros bebían café y contaban chistes, sentados en el corredor, la sala, o donde pudieran; el aroma de la parafina y las flores era el clásico olor a iglesia o muerto.
        Por fin decidí averiguar quién era el interfecto, pues veía a todos mis seres queridos.  “¿Quién falta?”, me preguntaba.  En ese momento lo averiguaría. Me acerqué al féretro y vi por la ventanilla… ¡Ahí estaba yo!  Pero, ¿cómo era posible?  Yo mismo me veía. Mi rostro estaba sereno. En mi faz no se miraba la palidez de la muerte. “De plano, le dieron un retoque a este muertito”, pensé; o, mejor dicho, “me dieron un retoque”, rectifiqué.  No estaba sorprendido.  Dudaba ser yo quien estaba allí. Puse mi mano sobre el vidrio de la ventanilla… y mi mano se fue de largo, como si no existiera vidrio, toqué mi rostro frío.  Entonces me pareció que todos los poros de mi cara eran agujeros de absorción de una potente aspiradora, mi mano fue engullida por mi rostro.  Quise retirarla.  ¡Demasiado tarde!  No pude. Mi brazo entero fue succionado, y pronto todo mi cuerpo se metió dentro de mi otro cuerpo, acomodándose parte por parte, como en un traje de buzo.  Nadie se daba cuenta de lo que sucedía, nadie pareció haberme visto; ninguno me había dado el pésame.  Una tristeza invadió mi alma; me dieron ganas de llorar. Vi, uno a uno, los pasajes de mi vida proyectarse en la pantalla de mi mente; había escenas bonitas y agradables, pero también muchas que me hicieron sentir vergüenza y terror.  Hice un esfuerzo sobrehumano por salir del cuerpo que me atrapaba… Desesperado, decidí tensar todas las fibras de mi atormentado cuerpo.  Sentí que iba a estallar, como un globo inflado con exageración…
     ¡De pronto!, una corriente de aire frío me sacudió… y felizmente me arrebató de la más terrible pesadilla… en donde Morfeo me tenía atrapado.  


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