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martes, 17 de enero de 2012

Una parte del capítulo 8 de "Por Senderos Peligrosos"

La fuerza de la costumbre de afrontar el peligro los había vuelto “avispados”, seres autómatas con los instintos bien desarrollados para presentirlo y evitarlo. Y a pesar de las largas caminatas que se veían obligados a ejecutar, cargando su pesado equipo, muy difícil era que el sueño o el cansancio los traicionara. Sus vidas dependían de la rapidez y precisión con que actuaran y se movilizaran.
El lugar en donde estaban hasta el momento se encontraba envuelto por una espesa penumbra. El tupido follaje de los árboles no permitía que los primeros rayos de sol penetraran.
Eran las cinco de la mañana. En un abrir y cerrar de ojos todos se encontraron listos para partir. Tres hombres y dos mujeres habían hecho la última guardia. Dos de ellos avanzaron para cerciorarse que no existía peligro alguno. Las dos mujeres se unieron a los recién despertados. El otro hombre retrocedió un trecho para verificar que no tendrían peligro en la retaguardia.
La persona que había llegado a dar aviso de que el ejército rastrearía pronto ese lugar, regresó inmediatamente de cumplida su misión, rumbo a su aldea situada a unos ocho kilómetros de allí. No habló con el comandante, lo hizo con Chico, el intermediario del grupo en esa parte de la región.
El grupo formado por trece personas, que por cierto ya casi no tenían la apariencia de tales, se había estado cambiando de sitio durante más de tres semanas consecutivas. Se habían desplazado al amparo de la oscuridad y el refugio de la montaña. Los alimentos habían sido escasos, al igual que las medicinas. No se sabía que fuerza extraña empujaba a estos diez hombres y tres mujeres a continuar caminando, contra las inclemencias del hambre, la sed, el cansancio y las enfermedades intestinales.
El comandante Jacobo aparentaba tener más de cuarenta años, en realidad contaba con solamente treinta. Su aspecto era grave y adusto. Casi no hablaba, lo hacía únicamente cuando era muy necesario: para dar órdenes e instrucciones. Mas cuando se trataba de actuar o tomar decisiones, era un hombre muy activo y vivaz. Sus ojillos de escasas pestañas lo escrutaban todo. Tenía fama en el grupo de poder distinguir cualquier cosa en la noche, aunque la oscuridad fuera absoluta. Nadie parecía saber nada de él, exceptuando sus hechos dentro del grupo. Sin embargo, no trataban de averiguar. Sabían que Jacobo era su nombre de batalla, porque al igual que ellos no podía usar el verdadero, para proteger a su familia. Le notaban cierto acento extranjero, pero sabiendo que parte de su entrenamiento lo había realizado fuera de las fronteras patrias, no le daban importancia. Todos le guardaban obediencia.
El segundo en el grupo resultaba ser una “segunda”. Su nombre de batalla era Juana, tenía preparación universitaria. Su carácter era recio y decidido, y manejaba las armas con mucha precisión.
Nicolás, también con preparación universitaria, era el tercero en el mando, aparentaba tener mucha calma, y en realidad la tenía, pero en los momentos difíciles, al igual que los demás, era alguien a quien se debía respetar y temer.
Pilar, de espesas pestañas y hermosos ojos, era la muchacha que había estado acompañando al grupo por más de ocho meses. Todos la querían y respetaban, y esto lo tenía muy merecido porque siempre era muy acomedida. En donde se le necesitaba, ahí estaba ella presta a ayudar. Para todos era obvia su preparación espiritual, y por eso no les extrañaba verla alejarse del grupo, cuando la ocasión se lo permitía, y elevar oraciones a Dios.
El resto del grupo, exceptuando a El Gato, era de raza criolla, con facciones bien definidas de los descendientes de la raza maya.
El comandante Jacobo dio la orden de abandonar el lugar. Se puede decir que no dejaban huellas o rastros que después podrían delatarlos. El último en abandonar el improvisado campamento fue el propio Jacobo, quien esperó al hombre que había retrocedido, y juntos inspeccionaron hasta el último detalle.
Minutos más tarde, después de estar seguros de que todo quedaba en orden, el comandante y el otro, dieron alcance al resto del grupo.
Caminaban en fila india, cuidando de no dejar rastro alguno. Nadie hablaba. Tenían instrucciones de permanecer callados. Tampoco podían encender fósforos o linternas de mano, y mucho menos fumar.
Siguieron ocultándose en la espesa vegetación. Chico era buen conocedor de la región, y disponía de muchos ardides para salirse de la vereda por donde caminaban, sin dejar la menor seña. Hasta el cazador más ducho en la materia podría pasar desapercibido cualquier rastro dejado.
El comandante Jacobo acababa de recibir instrucciones de la superioridad. Su grupo no debía alejarse demasiado del lugar, sino únicamente lo necesario para burlar al ejército, al cual tampoco debían atacar sin que fuera estrictamente necesario. Es decir, solamente en caso de ser descubiertos, y en tal caso la consigna era: ¡VENCER O MORIR!

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